El domingo 31 de mayo falleció Fernando Cuadra (1927-2020), escritor, actor, director teatral y de televisión, profesor y gestor cultural. Fue el autor de “La niña en la palomera”, además de medio centenar de obras, libros de ensayos y una novela. Nació y asistió a la escuela en Rancagua, realizó sus estudios universitarios y carrera profesional en Santiago y en 2008 se radicó en el balneario de Cartagena, donde encabezó el equipo de la Corporación Cultural.
Su generación y formación es la de los teatros universitarios de los años 50 y 60, junto a Isidora Aguirre, Alejandro Sieveking y Egon Wolff, quienes expresaron en su labor artística un indomable compromiso social y a la vez poético, realista y también utópico.
“La niña en la palomera”, su obra más conocida, dividida en tres actos, es una “crónica dramática” de una adolescente. Fue estrenada en 1966 por el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica y llevada al cine nacional en 1990. Los personajes son: Ana María, Daniel, Alberto, Don René, Gaby, la sra. Luisa, la sra. Juana, Manuel y La Patota.
La obra nos presenta un mundo determinado, en una época determinada: el barrio de Estación Central, en la intersección de las calles Chacabuco y Erasmo Escala, a mediados de los años 60. Un lugar reconocible, pero del que hay mucho por develar. Hoy, parte de nuestro pasado, aunque repetido o persistente. En su localización, es también una crónica de muchos lugares y épocas, donde los protagonistas son jóvenes de clase media-baja, o simplemente, jóvenes populares.
Basada en el caso real de una adolescente santiaguina que se escapó de su hogar con un hombre mayor y se mantuvo escondida en el altillo de una casa; exigió, simultáneamente, al elenco que la representó por primera vez que hiciera una investigación en terreno, con el objetivo de dar cuenta con elocuencia de un mundo concreto. Todo esto muestra un compromiso con la realidad, que se acerca a los problemas y los modos de vida de un sector social, que es sustantivamente mayoritario, de aquellas miles y miles de mujeres y hombres que deben enfrentar dificultades cotidianas para sobrevivir, un mundo lleno de necesidades y anhelos frustrados.
Ana María es una joven que aún va al liceo y vive con sus padres, en una situación de precariedad. Un barrio pobre, un padre alcoholizado, una madre sacrificada, ambos al parecer sin ambiciones y llenos de dificultades económicas, que contrastan con los deseos de la hija por acceder al lujo y la riqueza, que a diario distingue en las estrellas de cine que tanto admira.
Gaby, su amiga, un poco mayor que ella, ejerce la prostitución para acceder a dinero para comprar ropa, joyas y comida. En lugar de ese camino, Ana María opta por escaparse con un vecino, pero cuya relación rápidamente naufraga. Al volver a casa, su padre la hecha del hogar y Ana María sigue, más temprano que tarde, los pasos de Gaby.
La población, las calles, sus habitantes son partes de una vivencia que no es la psicología de Ana María, su subjetividad, sino la realidad de relaciones sociales concretadas y determinadas. La familia, el barrio, la escuela son los ámbitos donde se desenvuelve esta obra y que no ofrecen soluciones, sino dificultades por sortear. La Patota es un espacio de socialización de los sin futuro, donde juegan carta y molestan a la gente, al parecer único anclaje colectivo para sostenes la vulneración insostenible.
Las distintas escenografías, son todos mundos con el mismo y frustrante destino: la ausencia de un horizonte alcanzable y el infortunio de un futuro incierto.
Mientras las revistas, la televisión, los medios de comunicación, la farándula, se presentan como un mundo tan deseable como inaccesible, tan fantástico como irrealizable, que sólo logra inculcar la ansiedad por el éxito y del dinero fácil.
Calle de dirección única: huir con un hombre mayor, Manuel, que tampoco puede ofrecer lo que Ana María quisiera. Sólo se trató de una absurda y trágica huida. Únicamente Daniel, un joven esforzado y estudioso, enamorado de la protagonista, se presenta como una alternativa viable, pero sacrificada, que Ana María rechaza.
No obstante, esta dramática crónica no aboga por la ausencia de sueños y deseos, no es expresión de un pesimismo inmovilizador. Todo lo contrario: lo que trata de expresarnos es la construcción de un horizonte posible, de una utopía concreta. Para construir tal alternativa, no sólo hay que fantasearla, hay que construirla a parte de una realidad concreta, nuestra realidad.
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